EL RETRATO
El arca donde su mujer amasaba el pan la había hecho él. Eligió el pino más grueso. Era un árbol viejo y retorcido, uno de esos llamados pinorras, que no crecen mucho pero desarrollan una copa ancha y un tronco robusto como el cuerpo de un hombre gordo. Lo cortó en el monte y luego lo arrastró hasta su casa. Lo aserró a lo largo, casi por el centro, y luego comenzó a trabajar para ahuecarlo. Empleaba el icholón, una herramienta parecida a una azuela pero con el filo curvo como el de una gubia. El icholón era voraz como el pico de un ave de presa: con cada golpe arrancaba del vientre del tronco un trozo de madera del tamaño de una trucha. En pocas horas el madero estuvo desventado, igual que una vaca muerta poco después de que lleguen los buitres. Luego, pulió bien los bordes con el cepillo y repasó las imperfecciones con el formón.
-¡Felisa! -llamó a la mujer- ya puedes amasar cuando quieras.
Era un arca enorme. Aunque estaban muchos en la casa no hacía falta un arca tan grande. Más vale que sobre, había dicho él. A ella le pareció una exageración: pero chico, si cabes tú dentro con todo lo grande que eres. Él se echó a reír.
La mujer vaciaba harina en el vientre del tronco hueco y luego la mezclaba con agua. Le daba vueltas y más vueltas con sus manos para formar una masa homogénea. Luego, la dejaba reposar una noche y al día siguiente, dividida en panes, la ponía en el horno para que se cociera. La tarea se repetía un par de veces cada mes.
Foto R. Compairé / Fototeca Diputación Huesca
Un día, cuando acababa de preparar la masa, llegó el marido. El harina, bien mezclada con el agua, formaba una pasta esponjosa que reposaba en la artesa de pino extendiéndose, plana y lisa como la palma de la mano, por el cuenco del recipiente. El hombre contempló gozoso aquella plenitud blanda y comenzó a desnudarse ante los ojos asombrados de la mujer.
- ¿Qué haces?
- Ya lo verás.
Cuando estuvo completamente desnudo se tendió sobre la artesa: los pies apoyados en un extremo, las manos en los bordes, la cara mirando hacia la masa. Poco a poco fue dejando caer su cuerpo en la pasta blanda permitiendo que se hundiera como lo hace una estatua en el molde de barro. Cuando le pareció que su imagen ya estaba bien marcada se levantó con cuidado y salió del arca.
- Quería ver mi retrato, le dijo a la mujer.
La imagen duró una noche. Al día siguiente, convertida en panes, entró en el horno.
- Ay, chico, no me ha gustado nada eso del retrato. Cuando hacía los panes y los ponía en el horno me parecía que eras tú. Ahora pongo a cocer la cabeza, ahora un brazo, ahora... Vamos, que no me voy a comer el pan a gusto.
Él se reía.
Severino Pallaruelo
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