LA TINAJA
Vivía un alfarero en la afueras de un pueblo rodeado de viñas y olivares que cuando le encargaban una olla, fabricaba un puchero, y cuando un cántaro, hacía un botijo. Hasta tal punto desvariaba en sus encargos que el negocio se hundió, viéndose abandonado hasta de su propia familia que no tardó en emigrar a un país vecino. Pero a todos sorprendía que no solamente no dejara de trabajar sino que cada vez lo hiciera con más ahínco, sin abandonar el taller ni de día ni de noche, entre el humo de las aliagas que salía de la fogaina del horno como si de la boca de un volcán se tratara... Las piezas que hacía eran grandes, tripudas y grotescas como esferas deformes, y sin relación alguna con las formas tradicionales.
La gente del pueblo se hacía lenguas de la extraña conducta de Juan -que así se llamaba el alfarero-, hasta que un día recibió la visita del cura.
- ¿Qué pasa, Juan...? ¿Es cierto que andas en apuros? preguntó el cura.
El alfarero, tomó una gran pella de barro y centrándola en la rueda, la hizo girar.
- Mosén, esto que parece un trozo de barro es el Universo, y aquí, en el interior, está el centro del mundo. Y a ese mismo centro quiero llegar dijo Juan abriendo desmesuradamente los ojos.
Comenzó su trabajo. Aprisionó el barro con las dos manos, subió y bajó la gran pella, la ahuecó, estiró las paredes una y otra vez... Cuando hubo concluido una gran tinaja, dijo con aire de triunfo pero con el rostro bañado en sudor:
- ¿Ha visto como giraba y giraba el barro alrededor de un eje? Cada partícula de tierra es un planeta que gira... El eje no se mueve, todo se mueve a su alrededor, y allí hay un punto que es el centro del Universo...
Tinaja, almacenamiento de agua, vino y aceite. Alfares de Abiego, s. XVIII.
El cura le miró aterrado pensando que el bueno de Juan había perdido la cabeza. Pero el alfarero prosiguió:
- En ese punto que no se mueve está Dios; y como usted ha visto, con mis manos, cada vez que hago una pieza, puedo tocarlo... Él, alarga su mano y me roza con la punta de sus dedos aseguró Juan con una sonrisa beatífica.
El cura, horrorizado, recordó una estampa que había visto en alguna parte y con la mano derecha dibujó una cruz en el aire y salió pitando del obrador.
Nadie más volvió a ver a Juan, el alfarero, que desapareció sin dejar ni rastro. El torno no volvió a girar nunca más y el taller quedó abandonado. Poco a poco todo el edificio quedó convertido en un montón de ruinas.
Pasaron los años y una empresa constructora compró el solar con las ruinas del antiguo alfar, tras una recalificación fraudulenta. Una pala enorme removió los restos y allí apareció una gran tinaja con los despojos de Juan en su interior.
El obrero que hizo el macabro descubrimiento, preguntó al arquitecto del casco amarillo que dirigía los trabajos:
- Jefe, aquí hay un muerto que parece muy antiguo... ¿Qué hacemos con él?
- Tíralo con los escombros, no vaya a ser que venga alguien de cultura y nos complique la vida - contestó el interpelado. Y así se hizo.
José María Lacoma Larruga
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