Pero la luz creó la sombra. Y en la representación aparecen: el desdoblamiento, el desenfoque, la veladura, la máscara, el fragmento. ¡Cuánto ruido turba el atronador silencio! ¡Qué difícil recuperar la voz, el tacto, la mirada! Así, a veces el presente -fluido eterno- queda congelado y en él atrapados, imágenes mudas, hasta los seres más vivos y cercanos. Que desde la desterradora intimidad de la unión anhelada, a través del traslúcido velo, nos miran, nos requieren. Desde su soledad infinita nos invitan a entrar en el limbo de los justos, nos piden que les ayudemos a salir a la luz, a nacer, a dejar de ser muertos vivientes.
No se pinta por capricho. No es que deseemos la distancia y amemos la ausencia. Es que resulta excesiva la potencia de la vida, que desborda fuera del cuadro, para esa conciencia desgraciada, ¿podría haber otra?, acuñada como el más constante y precioso de nuestros mitos. Somos personas y desde nuestra cuna (¡sempiternos griegos!), la representación ha requerido la máscara trágica con el alivio, a veces carcajada loca y terrible, de la farsa. Después, ya personalizado, el pintor-espectador quería ver y verse, preferiblemente sentirse bien retratado: ihe aquí el rey de la creación! Pero la función de lo real es persistente y torna objetivo cualquier objetivo. El más precioso de los ropajes mostraba que el rey estaba desnudo.
A pesar de todo, desde su inquietante complejidad, se puede insistir en el humanismo y en el realismo. Quizá, a su través, en el fingimiento de callar un secreto a voces, escucharemos la verdad. Y aunque ésta nos deje un resto de enigma, fuera de ella no cabe auténtico reconocimiento. Que lo que desborda refleje fragilidad y lo que falta impostura, no obsta para mantener ese deseo de llegar a ser lo que se es. Entre tanto la ironía y la compasión pueden acompañar nuestra humana mirada.
Atravesar el humanismo y el realismo, seguramente suponen cierto desprendimiento de la compasión y la ironía, cierta catarsis y decantación de los sentimientos trágicos que podrían llevar a otra forma de conciencia, al menos a una variación sino a una superación de la mencionada conciencia crítica y desgraciada. En este sentido la mirada ha introducido como intersubjetividad temores y esperanzas al ver y ser visto, lo que podríamos llamar deseo, casi necesidad, de conocimiento y reconocimiento.
La ventaja y el problema entonces del pintor y del espectador desengañados respecto a la fidelidad de la representación es que ya no se les oculta lo vano y lo terrible de la belleza como fascinación. Ya no pueden, ni quieren creer en lo que ven, quieren, más bien, distinguir la fe de la ilusión y que el reconocimiento no sea mera especulación. Así a la obra de arte no le queda sino pasar de espejo a lente, que intenta aprovechar la oportunidad de refracción creativa entre lo mismo y lo otro. Al presentar lo presente, más que representarlo, se vuelve otro sin dejar de ser lo mismo, lo que realmente es.
En la medida que esta exposición obre tal milagro, aun cuando nada más sea por un instante y de soslayo, sin duda el pintor y los espectadores habremos de celebrarlo. Y a todos los que la han hecho posible quedaremos reconocidos.