HISTORIA DE UNA VOCACIÓN

Cuando se tiene vocación por la pintura y los avatares de la vida te conducen por otros derroteros, se siente siempre como una comezón que te lleva a coger instintivamente el lápiz y esbozar, sin darte mucha cuenta, líneas y dibujos. Mis primeros recuerdos infantiles van unidos a lápices de colores, que en la pubertad se concretan en pinturas realizadas con más afán de superación que con conocimientos técnicos. Pero cuanto existe vocación termina por aprenderse lo necesario husmeando en libros, preguntando, ensayando y practicando. Mi juventud fue una etapa de autoafirmación pictórica en los escasos momentos que me lo permitían mis estudios en campos muy alejados del arte; aún conservo dibujos, carboncillos, óleos y acuarelas de aquella etapa de mi vida, en que me imponía una rígida disciplina académica para aprender los secretos del dibujo, de la mancha y del claroscuro.

 

Pero mi vida estaba embarcada en quehaceres completamente alejados de la pintura. No fue hasta el año 1984 cuando, al alcanzar una cierta estabilidad económica, pude liberar las tardes para recuperar mi vocación perdida. Al principio fue desalentador de tan oxidado y falto de práctica como estaba; mis medios eran también reducidos, pues carecía de local adecuado para pintar y tenía que hacerlo en un rincón del salón de la vivienda, por lo que, para no manchar ni atufar a la familia con trementina, practicaba con la acuarela. Pero era consciente que un autodidacta no tiene más remedio que aprender practicando y que podía pasarme mucho tiempo tirando y rompiendo acuarelas; me impuse, para aprender, un rigor académico, tanto que llegué a desvirtuar conscientemente el propio medio de la acuarela, pues para conseguir las luces que me demandaba el cuadro había de obtener oscuridades que sólo se conseguían cargando el pincel de pintura con poca agua; conseguía de esta forma acuarelas que parecían óleos, sin las transparencias propias de la aguada.

 

Pronto me volqué a pintar bodegones y flores, con esa técnica de pincel poco húmedo. Eran cuadros formalmente bien acabados, realistas, académicos, minuciosos en el detalle y que llegaban fácilmente a un público no muy exigente. Las tres exposiciones de acuarelas que realicé en Huesca obtuvieron así muy buena acogida por el público y los críticos locales las trataron con benevolencia e incluso con aplauso.

Pero mi esfuerzo con la acuarela era sólo aprendizaje, por lo que llegó el momento en que consideré que seguir pintando brillos, telas y bordados, cristales, bronces y cerámicas se convertía casi en un trabajo, decidí dejarlo. Es la ventaja que tiene el dedicarse a la pintura no por necesidad sino por pura afición.

El cambio fue radical. Habia conseguido una habitación exclusiva para pintar y rápidamente pasé al óleo por adaptarse mejor a mi estilo. Tenía acumulados bastantes bocetos, bosquejos y dibujos realizados tan sólo a lápiz, con simples líneas principalmente curvas con tendencias geométricas, que definían figuras muy abstraídas. Trabajando sobre esos bocetos pinté una serie de cuadros un tanto abstractos, en los que las tintas planas de color definían un juego de líneas en colores oscuros, para darles mayor protagonismo, en tanto que la figuración se hacía más manifiesta; las tintas planas se matizaron más tarde iniciándose un ligero modelado; la línea pasó después a un segudo plano, buscando ya claramente los volúmenes e insinuando profundidades. Toda esa evolución, desde casi abstracción a una figuración manifiesta, se ha realizado a lo largo de varios años, en los que he realizado varias exposiciones con críticas francamente favorables.

En la presente exposición pueden advertirse las últimas fases de mi evolución pictórica, que evidentemente no se va a detener. Pero en todo caso hay algo común a toda mi obra y es el gusto por la línea pura, estilizada y curva, que tan bien se adapta a la anatomía femenina; la primacía que otorgo a la composición; la tendencia a llenar toda la superficie pictórica con figuras; y, en fin, una ejecución pulcra, pausada y perfeccionista.

Enrique Montañes